Ahora el mar estaba en calma. Los mástiles arrojaban sombras negras. Una suave brisa le
acarició la cara. Era agradable esa brisa sobre su cuerpo lánguido. Los marinos japoneses,
reanimados por las órdenes de los españoles, reparaban los cabos cortados y reemplazaban
las velas desgarradas. El salto de un pez volador rompía de vez en cuando las olas
resplandecientes. El samurai, a la sombra del mástil, advirtió que había traído consigo, sin
querer, el rosario. Estaba hecho de semillas y de un extremo pendía un crucifijo. Sobre la
cruz se había labrado la figura desnuda de un hombre consumido.
El samurai miró al hombre, que tenía los brazos abiertos y la cabeza caída, sin vida.
No comprendía por qué Velasco y los demás extranjeros lo llamaban «Señor». Para el
samurai, sólo debía llamarse así a Su Señoría, pero Su Señoría no era un hombre débil y
escuálido como ése. Si los cristianos verdaderamente veneraban a un hombre en ese
estado, su religión debía de ser una herejía increiblemente grotesca.
***
El samurai, sentado en su cama, miraba incómodo la habitación. Era como tantas
otras habitaciones de los diversos monasterios en que habían dormido desde su llegada a
Nueva España. Una sencilla cama y una sencilla mesa con una jarra de porcelana y un
aguamanil de diseño sarraceno. Sobre la pared desnuda había un hombre escuálido con las
dos manos clavadas a una cruz y la cabeza caída.
-Un hombre como éste... -Una vez más el samurai experimentó la misma incomprensión-.
¿Por qué lo adoran?
Recordó que una vez había visto a un prisionero en condiciones parecidas. Lo habían
llevado por toda la ciudad montado a pelo y con los brazos atados a un palo. Era, como el
hombre del crucifijo, feo y sucio. Tenía las costillas salientes y el estómago hundido como
si no hubiera comido durante largo tiempo; sólo llevaba un trozo de tela atado a la cintura
y se sostenía sobre el caballo con sus flacas piernas. Cuanto más miraba el crucifijo, más
recordaba el samurai a aquel prisionero.
-¿Qué pensaría la gente de la llanura si yo adorara a un hombre como éste?
Se imaginó adorando a ese hombre y experimentó un insoportable sentimiento de
verguenza. Él nunca había creído en los budas, como su tío, pero cada vez que hacia una
peregrinación a un templo, deseaba automáticamente inclinar la cabeza ante los magníficos
ídolos; y cuando se detenía ante un altar donde fluía agua pura, sentía la tentación de unir
sus manos en un gesto de súplica. Pero no podía encontrar nada sagrado ni sublime en un
hombre tan impotente y desventurado como ése.
Se recitó en latín una plegaria incomprensible y aparentemente interminable. El samurai
clavó la vista en el gran crucifijo que había detrás del altar, y se dirigió al hombre flaco
clavado en la cruz.
-Yo... no deseo adorarte -murmuró, como disculpándose-. Ni siquiera comprendo por qué
te respetan los extranjeros. Dicen que has muerto cargando con los pecados de la
humanidad, pero no veo que nuestras vidas sean más fáciles ahora. Yo sé qué tristes son las
vidas de los campesinos de la llanura. Nada ha cambiado porque tú murieras.
Pensó en los inviernos en la llanura cuando el viento silbaba a través de la casa.
Recordó épocas de hambre en que los campesinos comían todas las reservas y luego
abandonaban el pueblo en busca de alimento. Velasco sostenía que aquel mendigo era
capaz de salvar a toda la humanidad, pero el samurai no podía comprender qué significaba
aquella salvación.
Velasco había estado preparando a los emisarios para esa ceremonia durante varios días,
desde el amanecer hasta la noche. Les había contado historias de ese hombre flaco. Esas
historias parecían remotas e increíbles a los japoneses. A veces éstos ahogaban un bostezo,
o bajaban la cabeza y dormitaban. Una expresión de furia pasaba por el rostro de Velasco
cuando lo advertía, pero se obligaba a encubrirla con una sonrisa.
La vida de Jesús le parecía extraña al samurai. Sin haber conocido hombre, la madre lo
había parido en un establo y más tarde se había convertido en la esposa de un carpintero. Y
sin embargo, Jesús era desde el momento de su nacimiento un rey que salvaría a hombres y
naciones. Respondiendo a la llamada del cielo, abandonó luego su país natal y vivió
ascéticamente siguiendo las enseñanzas de un sacerdote llamado Juan.
Finalmente, Jesús había regresado a su país y consiguió muchos discípulos, y haciendo
muchos milagros ante la multitud había enseñado a los hombres la forma de vivir. A causa
de sus muchos seguidores era odiado por la Iglesia y por los sacerdotes; sufrió graves
dificultades, fue sentenciado a muerte injustamente y ejecutado. Jesús reconoció que ése
era el camino del cielo y se sometió a aquellas indignidades sin resistencia.
Y tres días más tarde volvió a la vida en su tumba y ascendió al cielo.
El samurai no podía comprender cómo Velasco creía una historia tan evidentemente
absurda. Tampoco podía comprender por qué los demás extranjeros consideraban que era
verdad. Igualmente extraño era el hecho de que hubiera en el Japón personas capaces de
creer tan ridículas enseñanzas.
***
Pero le llevó algún tiempo recobrarse. El sol ya estaba alto y caía lánguidamente sobre la
laguna; empezaba a hacer calor. Los indios miraban a los tres hombres desde lejos, con
curiosidad, pero finalmente se aburrieron y desaparecieron.
-Apenas encontremos un barco destinado a Luzón, regresaremos al Japón. Si queréis enviar
algo a vuestros amigos allá...
-No -dijo sonriendo el monje renegado-. Tendréis dificultades si alguien descubre que
habéis estado con un monje cristiano.
-Nosotros mismos nos hemos convertido. -El samurai miró el suelo, confundido-.
No lo hemos hecho con sinceridad, pero...
-¿Todavía no creéis?
-No. Lo hicimos por nuestra misión. ¿Y vos? ¿Creéis realmente en el hombre llamado
Jesús?
-Si. Ya os lo he dicho. Pero el Jesús en quien creo no es el mismo de la Iglesia y de los
sacerdotes. Yo no soy como esos padres que invocan el nombre del Señor mientras
incendian los altares de los indios y los expulsan de los pueblos con la excusa de difundir
la palabra del Señor.
-¿Cómo podéis adorar a un ser tan desventurado y miserable? ¿Cómo podéis adorar a
alguien tan feo y demacrado? No puedo comprenderlo.
Por primera vez el samurai formulaba esta pregunta en voz alta. Nishi miró al renegado
esperando su respuesta. Oían en la laguna las extrañas voces de las mujeres que lavaban la
ropa.
-Antes -dijo el hombre- yo pensaba lo mismo. Pero ahora puede creer en Él porque su vida
en este mundo fue más desventurada que la de ningún otro hombre.
Como era feo y desventurado, sabia todo lo que se puede saber acerca de las penas del
mundo. No podía cerrar los ojos al dolor y a la agonía de la humanidad. Eso era lo que lo
afeaba y enflaquecía. Si hubiera vivido una vida de poder y exaltación, yo jamás habría
pensado así de Él.
El samurai no comprendía las palabras del monje renegado.
-Conoce el corazón de los desventurados, porque toda su vida fue desventurada, y también
conoce la agonía de quienes sufren una muerte miserable, porque El la sufrió. No tenía
ningún poder. No era hermoso.
-Pero pensad en la Iglesia. Pensad en la ciudad de Roma -dijo Nishi-. Las catedrales que
hemos visto son como palacios de oro y ni siquiera los habitantes de Ciudad de México
pueden imaginar la grandeza de la mansión en que reside el Papa.
-¿Creéis que eso es lo que Él habría querido? -El hombre movió la cabeza con furia-.
¿Creéis que podéis encontrarlo en esas catedrales? Él no habita allí. Él no habita en esos
edificios. Creo que vive en las pobres casas de estos indios.
-¿Por qué?
-Porque así pasó Él su vida -respondió el renegado con una voz llena de seguridad; luego
bajó los ojos al suelo y repitió las mismas palabras, reflexivamente-. Así pasó Él su vida.
Jamás visitó las casas de quienes eran felices o ricos. Buscaba solamente a los feos, a los
desventurados, a los miserables y a los afligidos. Pero ahora incluso los obispos y los
sacerdotes están llenos de orgullo. No son como las personas a quienes Él quería.
Pronunció estas palabras de un tirón y volvió a apretarse el pecho. El samurai y Nishi
esperaron en silencio hasta que el ataque cesó.
-A causa de mi estado estos indios han tenido la bondad de quedarse conmigo junto a la
laguna. De otro modo -sonrió- ya estaríamos lejos de Tecali. A veces descubro a Jesús
entre los indios.
Era evidente por el rostro hinchado y la tez cenicienta que el monje no viviría mucho
tiempo. Moriría allí junto a esa laguna. Y sería sepultado junto a un campo de maíz.
***
-¿Y no tenéis ahora ninguna fe?
-En ningún momento la tuvimos.
-Será mejor que escribáis eso en vuestro juramento de abjuración. Ponedlo por escrito. -El
señor Otsuka miró compasivamente a los dos hombres y repitió-: Ponedlo por escrito. -El
oficial puso ante los hombres pequeñas carpetas con papel y pinceles e hizo que escribieran
sus juramentos.
Mientras lo hacia, el samurai pensaba en aquel hombre feo y demacrado colgado de la
cruz. Ese hombre que se habían visto obligados a mirar todos los días y todas las noches,
en todos los pueblos y todos los monasterios que habían visitado durante su largo viaje. Él
no había sentido jamás el menor deseo de adorar a ese hombre. Sin embargo, todos los
disgustos que estaba sufriendo se debían a Él. Ese hombre trataba de alterar el destino del
samurai.
***
Dei fondo de la caja sacó una pequeña pila de papeles. Se los había dado aquel japonés de
Nueva España, cuando se despedían junto a la laguna de Tecali. ¿Se habría marchado con
los indios ese hombre, a otra parte? ¿O habría muerto en la calurosa orilla de la laguna? El
mundo era inmenso; pero en cualquier parte del inmenso mundo, exactamente como en la
llanura, la gente vivía aplastada por el peso de sus penas.
Él siempre está a nuestro lado.
Siente nuestra agonía y nuestro dolor.
Llora con nosotros y nos dice:
«Benditos sean quienes lloran en esta vida porque sonreirán en el reino del cielo».
«Él» era el hombre de la cabeza caída hacia un lado, ese hombre delgado como un alfiler,
clavado a una cruz con los brazos inertes extendidos. Nuevamente el samurai cerró los ojos
e imaginó al hombre que lo había mirado todas las noches desde los muros de las
habitaciones de Nueva España y de España. Por alguna razón, ya no sentía el mismo
desdén que había sentido antes. En realidad, le parecía que aquel ser desventurado se
parecía bastante a él mismo.
Cuando Él estaba en el mundo, hizo muchos viajes; pero jamás visitó a los altaneros ni a
los poderosos. Sólo visitaba a los pobres y afligidos, y no hablaba con los demás. Las
noches en que la muerte visitaba a los afligidos, Él se sentaba a su lado hasta el alba,
cogiéndoles las manos, y lloraba con los deudos... Decía que había venido al mundo para
asistir a los hombres...
Y he aquí que había una mujer que durante muchos años se había ganado la vida
vendiendo su cuerpo. Cuando supo que Él había venido, corrió adonde estaba. Y se acercó
a su lado, y no dijo una palabra sino que lloró y sus lágrimas bañaron los pies del Señor. Y
Él le dijo: «Con esas lágrimas tus pecados han sido perdonados, tu Padre que está en el
cielo conoce tu angustia y tu pesar; por lo tanto nada temas».
En alguna parte un pájaro chilló una vez y otra más. El samurai partió una rama seca y la
echó al hogar, y las llamitas empezaron a morder las hojas marchitas.
El samurai pensó en ese hombre, con el pelo recogido en una coleta, escribiendo esas
palabras en su cabaña de Tecali. Probablemente las noches eran tan oscuras y profundas
junto a la laguna de Tecali como en la llanura. El samurai pensó que tenía ahora una vaga
idea del motivo que había impulsado a ese hombre a escribirlas. Quería expresar su propia
idea. No quería al Cristo adorado por ricos sacerdotes en las catedrales de Nueva España,
sino a un hombre que estaba a su lado, al lado de los indios y de todos los abandonados.
«Está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y nuestro dolor. Llora con nosotros... »
El samurai casi veía el rostro del compatriota que había escrito con mano torpe esas
palabras.
***
Cuando se levantó el viento y pequeñas olas se deslizaron por la superficie de la laguna,
los patos y los cisnes cambiaron de dirección y se alejaron en silencio. Yozo bajó la cabeza
y cerró los ojos apretando los párpados. El samurai sabia que luchaba contra un torrente de
emociones. Sintió súbitamente que el perfil de su fiel servidor se parecía al de aquel
hombre. Que también tenía la cabeza inclinada como si soportara todas las angustias. «Él
está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y nuestro dolor...» Yozo jamás había
abandonado a su amo, ni ahora ni en el pasado. Había seguido al samurai como una
sombra. Y jamás había interrumpido con una palabra los sufrimientos de su amo.
-Siempre creí que me convertí al cristianismo como una mera formalidad. Este sentimiento
no se ha modificado. Pero desde que aprendí algo acerca del gobierno, a veces pienso en
ese hombre. Creo comprender por qué en todas las casas de esos países hay una patética
figura que lo representa. Supongo que en alguna parte del corazón de los hombres está el
anhelo de que alguien nos acompañe durante toda nuestra vida, aunque sólo sea un perro
sarnoso. Ese hombre se convirtió en un perro por el bien de la humanidad. -El samurai
repitió esas palabras como si hablara consigo mismo-. Si. Ese hombre se convirtió en un
perro que nos acompaña. Eso escribió el japonés de Tecali. Que cuando estaba en la Tierra,
dijo a sus discípulos que había venido al niundo para asistir a los hombres.
Yozo alzó la mirada por primera vez. Desvió los ojos hacia la laguna, meditando en lo que
había dicho su amo.
-¿Crees en el cristianismo? -preguntó serenamente el samurai.
-Si -respondió Yozo.
-No se lo digas a nadie.
Yozo asintió.
El samurai rió deliberadamente, tratando de cambiar de tema.
-Cuando llegue la primavera, las aves se irán. Pero nosotros no abandonaremos la llanura.
Este es nuestro hogar.
Habían recorrido muchos países. Habían atravesado vastos océanos. Pero habían retornado
a esa región de suelo árido y pueblos empobrecidos. El samurai lo sentía con gran
intensidad. Era como debía ser. Un mundo inmenso, muchos países, grandes océanos. Y
sin embargo, adondequiera que fuesen, las personas eran iguales. Iguales las disputas, la
manipulación y las intrigas. Tanto en el castillo de Su Señoría comen el mundo sectario de
Velasco. Lo que el samurai había visto no eran ciudades, tierras y naciones sino el karma
desesperado del hombre. Y sobre el karma del hombre flotaba esa figura fea y consumida
con las manos y los pies clavados a una cruz y la cabeza caída de lado. «En este valle de
lágrimas lloramos y Te llamamos.» El monje de Tecali había escrito esas palabras al fin de
su manuscrito. ¿En qué se diferenciaba del resto del mundo esa desventurada llanura? El
samurai quería decirle a Yozo que la llanura era el mundo y que era ellos mismos; pero no
pudo encontrar palabras que expresaran lo que sentía.