Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija
en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo
y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el
brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo
que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre
cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos
del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel
y monótona. Licas el viñatero y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la
muchedumbre recoge y repite. “Te reservaba esta sorpresa”, dice el procónsul. “Me han
asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador.” Centinela de su sonrisa, Irene inclina la
cabeza para agradecer. “Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían
los juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada”.
“¡Eres la sal del mundo!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra
pobre arena de provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul, mojándose
los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que
parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol.
En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco
avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario
deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda.
“¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente Licas. “Mejor
que eso”, dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que
mi mujer deje por una vez de aburrirse.” Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de
Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la
llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que
recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.
“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del
gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones
mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa
oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el
cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”,
dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más
cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: “Sonia
acaba de irse”.
Su obligación es mirar el palco imperial, hacer el saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo
y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en
los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa
arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han
dibujado sus curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa
noche ha soñado con un pez, ha soñado en un camino solitario entre columnas rotas;
mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de
oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente
antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del
gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los
clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol
contra el velario y las gradas. Una vez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con
pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha
dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le
sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro,
lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de
asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar
con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae
y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería
opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje
por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario
nubio, hasta entonces visible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda
razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y
las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso
es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su
carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo
pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar
sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de
Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta
a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino
helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario
nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar
la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante.
Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio
ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura
con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde
una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por
fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de
muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella
y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y
máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el
procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer
instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el
cadáver de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una
revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá.
Después la voz de Roland ha dicho: “Hola”, su voz un poco adormilada, y bruscamente
Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que
exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico
espectador fumando en un silencio condescendiente. “Soy yo”, dice Jeanne, pero se lo ha
dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de
fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano que ha acariciado distraídamente al gato
antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante
que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?),
negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano,
que la voz que acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar,
lentamente devolver el receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. “Sonia acaba de
irse”, dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno
confortable.
“Ah”, dice Roland, frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera
el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos
entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y
Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces –el procónsul lo
sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír– ha aprovechado de ese
mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la
amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho
descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a
punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está
perdido”, piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la bandeja que le
ofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha
encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe
lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago
desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las
horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul
no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final,
con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del
procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco
se hinque en el pecho de un nubio degollado.
“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo
que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?”. “Sí”, dice Jeanne, “se lo oye como desde
muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no
hay más que la voz distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando el
teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero
Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “Sonia acaba de irse”. Vacila antes de agregar:
“Probablemente estará llegando a tu casa”. A Roland le sorprendería eso, Sonia no tenía por
qué ir a su casa. “No mientas”, dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido.
“No era una mentira”, dice Roland. “Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir.
Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora.” Ochocientos cinco, dicta
desde lejos la voz. Cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos,
esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si
Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá
conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando al gato que ha
vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras hasta
que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el
receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá
que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un
diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos
chasquidos: “¿La estación del Norte?”.
Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala
en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco
rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el
escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de
Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o nunca”, dice el
procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el
nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece
haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el
tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”,
dice el procónsul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a saltar, Marco
siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un
momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza
muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del
procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y
sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la
red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las
desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia
amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez,
Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él
que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo
ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna
vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu
hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde
vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne ha creído siempre que los
mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra;
quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando
atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el
hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural
que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras,
saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy duro”, ha repetido Sonia,
“pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad”. Quinientos cuarenta y seis,
seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”,
dice Jeanne, “ahora ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un largo silencio.
“¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, dice Roland dejando la colilla en el cenicero y
buscando sin apuro el frasco de coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne. “Por
favor”, dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana
nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era a ella a quien le tocaba
decírtelo. Maldita sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?”. La voz menuda, que
hace pensar en un organizado mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo
de un silencio más cercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jeanne, “entonces,
tú...”.
Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los
diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera
diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que
pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una
finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque,
que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate bien”, explica Licas a su mujer, “se lo
he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo
de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia adelante y sólo entonces alza el escudo
para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el
borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco,
mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo había dicho”,
grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la
greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo,
buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle
daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el
punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge
un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada
por la inminencia del fin. “La suerte lo ha abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me
siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en
Roma, bien se ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por
favor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono cuando
podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte
ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se
escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha
preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice
Jeanne. “Mintiendo, claro, engañándome una vez más.” Roland suspira, desecha las
respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si sigues
así prefiero cortar”, dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será
que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos.” Desde muy
lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”, dice Jeanne, y es divertido
oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho, “no
vengas nunca más, Roland”. El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento
como cuando Marie José, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas tonta”,
aconseja Roland, “mañana comprenderás mejor, es preferible para los dos”. Jeanne calla, la
hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice Roland
admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un
aire entre interrogativo y burlón. “No perdió tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el
bolso y una revista. “Hasta mañana, Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea parece
tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro.
“¡Basta de dictar esos números idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar
el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su
flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en
envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el
extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la
posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar loa alaridos del
público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para
dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre
que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la
arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.
Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y
empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen hincándose en una
crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las
patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano
sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre
brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha
rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en
ese último instante en que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su
cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espalda de su rival boca abajo. Cae
sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve
lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.
“No es frecuente”, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese
mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta
noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio”.
Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse
el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo
tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad
última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado.
Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarla a levantarse, asiente una vez más;
el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la
inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas
esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco,
maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.
“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia. “Vi tu auto en la puerta, era demasiada
tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice. “Se supone
que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y
es una buena muchacha.” “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose coñac. “Nunca le he
podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que
empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma.” Roland mira el
teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque
Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como
si buscara ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta
hora?”, ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo
morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el
procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en
movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las
galerías inferiores. Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se
vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su
villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los
últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil
olvidar, aunque el procónsul la hostigue con la minuciosa evocación de tanto pasado que lo
inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la
gente lo crea simplemente muerto. “Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está
diciendo la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe y
saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia la galería después de
un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde
enganchan y arrastran los cadáveres. “Soy tan feliz”, dice Sonia apoyando la mejilla en el
pecho de Roland adormilado. “No lo digas”, murmura Roland, “uno siempre piensa que es
una amabilidad”. “¿No me crees?”, ríe Sonia. “Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos.” Tantea
en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo,
los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo
posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse
y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la
mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde
sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al
montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las
gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para
que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del
viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público
que busca confusamente las salidas. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene
siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”, grita
Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el
incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae sobre las espaldas de los que
pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías
demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas,
pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas
y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería
imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos
dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como
animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del abrazo ardiente que la envuelve
desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere
enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando
el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el
décimo piso”, dice el teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos.”